Dicen que hace mucho tiempo, antes que las grandes ciudades de metal cubrieran el mundo, que los imperios de piedra se destruyeran entre ellos, y que Adán mordiera la manzana prohibida en el jardín del Edén, Dios creó una primera raza de hombres para que poblara la tierra, mas un defecto dentro del pecho los hacía infelices: tenían un corazón de hielo que no sabía latir.
Y es que ellos eran un poco diferente a nosotros: tenían la piel cuarteada y seca, desde la punta de los pies hasta la nariz. En sus venas fluía una sustancia azul muy viscosa y fría que sabía alimentar el cuerpo, pero el alma se quedaba con tanta hambre que se iba secando hasta deshacerse en terrones de arena gris, y que luego había que guardar en botellitas de cristal para enterrarlas en el cementerio cuando el propietario moría.
Con el pasar del tiempo, que no se medía en horas sino en la cantidad de atardeceres que uno había visto; los bosques, los desiertos y las selvas se llenaron de cuerpos y almas, de corazones de hielo que se derretían lentamente hasta formar los mares, los ríos y los lagos del mundo.
Todos los hombres, en algún momento de su vida, se preguntaban lo mismo, sin encontrar respuesta: ¿Por qué el mundo es un lugar tan infeliz?
Pues cada generación era más desgraciada que la anterior, se llenaban de ciencia que sólo prolongaba la vida del cuerpo y sanaba sus dolencias en cuestión de segundos, de guerras que conquistaban territorios inalcanzables y libros que hablaban de dioses lejanos, pero no de las respuestas que los hicieran sonreír de improviso.
Se llenaron de oro, y olvidaron la sabiduría de la naturaleza. Adoraron a héroes de barro que prometían tener la solución a todos sus problemas, pero solo eran ilusiones que se diluían con la lluvia.
Así transcurrieron los días hasta que llegó un príncipe de espesa melena verde que no solamente se hizo la misma pregunta en su juventud, sino que hizo algo más que levantar la mirada al cielo en espera de su respuesta: salió a buscarla en los sabios ermitaños de las cuevas perdidas en las montañas nevadas, en los reyes de tierras tan lejanas como el fin del mundo, en los oráculos de la costa que cantaban a las sirenas en cada atardecer y en el fondo de los mares donde solamente se oía el silencio de la oscuridad.
Le preguntó a sus hermanos cómo ser feliz, y ellos sólo se alzaron de hombros, y lo dejaron sólo.
Así que el príncipe, cansado y decepcionado, se sentó en el jardín del palacio a llorar amargamente, mientras su alma se le escapaba por los ojos en forma de terrones de arena gris… hasta que sintió un calor extraño en el pecho.
El tiempo se detuvo por un momento, el príncipe se quedó sin aliento, fluía lava ardiente por sus venas. Parecía que el atardecer se había quedado estático en el cielo, y las hojas habían dejado de caer doradas de los árboles.
¿Qué era lo que sucedía?
Pronto se dio cuenta: el canto de un petirrojo, que se había le había acercado entonando una balada dulce y relajante. Una melodía que parecía arder en su interior como si el mismo sol se le hubiera colado por los oídos y llegado hasta el corazón.
Los ojos se le humedecieron, y en sus labios se dibujó una sonrisa amplia. Estaba seguro que su corazón se le estaba derritiendo, y se escapaba, gota a gota, entre lágrimas de felicidad.
“Así que el mundo no es un lugar tan infeliz después de todo, sino que estaba lleno de infinita belleza”, pensó el príncipe cargando al pajarillo gentilmente entre sus manos . “Sólo falta que la encontremos nosotros mismos”.
Sabiendo que le quedaba poco tiempo de vida, pues el corazón se le seguía escapando por los ojos, corrió lo más rápido que pudo a través del pasto fresco y de los lechos de rosas blancas, hasta el enorme salón del trono donde los reyes daban un discurso sobre política, y un montón de cosas que nadie ha entendido desde entonces.
Cuando entró el príncipe alcanzó a llegar hasta sus padres, les mostró el petirrojo, y luego murió de felicidad.
El pajarito siguió cantando como lo había hecho antes, y el efecto fue el mismo en todo el reino: un ligero calor en el pecho, luego ríos de lava fluyendo por sus venas, y al final el corazón de hielo se derretía, irremediablemente, para escaparse por los ojos.
En cuestión de minutos el pueblo entero había muerto de felicidad.
Viendo Dios lo que había sucedido con su primera raza de hombres, decidió destruirla y crear una nueva que tuviera sangre caliente, y un corazón rojo que pudiera palpitar por muchos años, esperando que encontraran el tiempo de apreciar la belleza de su creación, pero una vez más salió decepcionado…
Bellísima historia que nos invita a reflexionar sobre el poder que cada uno de nosotros tenemos para encontrar la felicidad. Me encanta, como cada una de tus frases nos lleva a viajar por un universo maravilloso.